Un documental narra vida e ideas de la peluquera que se convirtió en filósofa incómoda en el mundo académico, por su hedonismo y su defensa de la divulgación
Esther Díaz, la filósofa, se confiesa, ofrece una conferencia, practica gimnasia, lee, prende un porro, chupa un pene de plástico, tiene sexo, sueña, se somete una vez más al tratamiento que borra el paso del tiempo del rostro, recuerda; sobre todo recuerda, o más bien reorganiza su vida como si se tratara de una ascesis pagana. Para ella, en cierto momento, pensar y respirar se transformaron en acciones yuxtapuestas, acaso porque la obra filosófica no puede ser, desde hace varias décadas, otra cosa que una indagación de eso que aun entendemos como sujeto. Ella desea o es porque desea. Aprender a desear y pensar el deseo, y el hecho de estar a la altura de encaminarse en el deseo, no son, justamente, tareas menores. De eso trata Mujer nómade.
He aquí a Esther Díaz, la pensadora que a veces escandaliza, pero que no está entregada al escándalo, y mucho menos al juego liberal de ofrecer su intimidad como tema público para el deleite de diletantes cultos. El retrato del joven y notable director Martín Farina, especialista en películas de esta índole, remite a un tiempo lejano, en el que lógicamente no existía el cine. ¿De qué género se trata? El género literario de confesiones y diarios tiene siglos, ese espacio literario donde los efectos de los conceptos encuentran su constatación empírica en el propio cuerpo del filósofo. ¿Cómo se podrían filmar el Ecce Homo nietzscheano o las Confesiones de Rousseau o Agustín? Mujer nómade es una respuesta a ese interrogante, porque el filme es una extensión de la obra de Díaz, como lo eran las entrevistas de Michel Foucault acerca de la intensa experimentación sexual y otras cuestiones “menos” académicas a las que se exponía el admirado maestro de la filósofa nacida en Ituizangó, a quien le dedicó varios escritos.
Quien haya visto otros retratos cinematográficos de Farina (El profesional, sobre Raúl Perrone; El hombre de Paso Piedra, sobre un desconocido campesino dedicado a hacer ladrillos), habrá notado que su poética tiende a establecer una duplicación del semblante de su sujeto protagonista. En los 10 primeros minutos se acopian fragmentariamente distintos planos (de la visita a una clínica, de un joven corpulento, de los interiores de una casa, de una biblioteca) que funcionan como un magma del que surge el personaje. Por acumulación de situaciones y no por una progresión narrativa canónica, la vida de Díaz empieza a tomar forma. El montaje es nomádico.
Es que en la propia forma se trata de plasmar la noción de nomadismo, concepto que evoca una polémica pretérita sobre la naturaleza fija de la identidad, el presunto núcleo fuerte que delimita el yo de cualquier sujeto. (Es en este sentido que puede entenderse la modulación del rostro de Díaz a partir de las técnicas quirúrgicas de lucha contra el envejecimiento de la piel; lo que suele irritar a los fundamentalistas de la identidad es que un hombre o una mujer puedan apartarse del curso natural de su apariencia). En más de una ocasión, la figura de Díaz se multiplica. Ser es devenir.
Esa introducción viene acompañada por un relato-confesión donde Díaz retoma un instante cuando la pulsión de muerte reclama por el último recurso de clarividencia. El reviente, la muerte de un hijo y el intento de quitarse la vida constituyen aquí el reverso del deseo de existir. Díaz puede valorar como nadie el derecho al placer, pero sabe muy bien que el sufrimiento no se conjura a través de un hedonismo de baja intensidad disociado de cuestionamientos que un filósofo no puede desconocer. Pocas películas pueden exponer así esa zona de intersección entre Eros y Tánatos. En Mujer nómade se sienten el sufrimiento y el placer en partes iguales. Farina, sin ir más allá de lo que el propio personaje le permite, se ajusta a documentar estos ejercicios espirituales que pueden incomodar, como también liberar.
En una escena insólita, Díaz cita a Gilles Deleuze mientras trabaja sus piernas y brazos en un gimnasio. Es un momento en el que se habla del “percepto”, operación estética por la cual la percepción ordinaria intervenida por una disposición artística trastoca la recepción de un objeto en otra cosa. La propia escena enseña lo que enuncia, ya que la repetición mecánica del ejercicio adquiere un plus debido a la puesta en escena. En esa secuencia, el filme glosa su gramática y su posición filosófica. Díaz es un percepto para sí, alguien que elige desdoblarse para transformarse en materia de pensamiento, acaso una honrosa impugnación a cualquier acusación de narcisismo exhibicionista.
Lo mejor de filme es lo que sugiere y no dice. El crítico literario y cinematográfico Emilio Bernini que vio en Mujer nómade el fuera de campo del propio filme: este retrato filosófico es el de una mujer que fue alguna vez peluquera y cuyo destino no parecía corresponderse con la academia. Bernini dispensó el adjetivo exacto y la describió como el retrato de una plebeya del concepto. Mujer y plebeya, nada más antipático para los administradores del saber y los guardianes del statu quo, quienes prefieren a menudo el esoterismo de sus discursos ilustrados y una enseñanza selectiva. El gusto de Díaz por la divulgación también se cifra en esa condición de plebeya: eso se observa con nitidez en una conferencia pública frente a muchísimos jóvenes en una universidad pública del interior del país.
En La ciencia jovial, Nietzsche decía en tres aforismos cuál era el signo de la libertad alcanzada. Su respuesta era tan categórica como elemental: “Dejar de avergonzarse de uno mismo”. En este amoroso e (in)clemente retrato se puede intuir la verdad de ese enunciado.
(Roger Koza, Revista Ñ, Clarín, 12/10/18)