Un ensayo y dos nuevas adaptaciones cinematográficas ratifican la vigencia de la novela de Louisa May Alcott, que cautivó a generaciones en todo el mundo
El legado de Mujercitas, Anne Boyd Rioux. Trad. Lucila Cordone. Ampersand, 364 págs.
Laura Ramos publicó Infernales. La hermandad Brontë
La escritora protofeminista y reformadora Louisa May Alcott fue el producto, entre otras cosas, de un experimento utópico fermentado en una comunidad inspirada en Rousseau, de 1843, creada por su padre, el filósofo trascendentalista Bronson Alcott. Louisa nunca fue a una escuela formal y llevó una vida nómade y extravagante, hasta el punto en que cuando cumplió veinticinco años su familia se había mudado más de treinta veces, acuciada por las deudas. ¿En qué se parece esta existencia a la de Jo, Beth, Meg y Amy March? En nada, y sin embargo Mujercitas no es más que la reescritura de la propia vida de la autora y de su familia.
Las mañanas de las cuatro niñas Alcott en la comunidad Fruitlands, en Concord, comenzaba a las cinco de la madrugada con baños fríos, se templaban con un desayuno de avena a medio cocinar y terminaba con lecturas de Platón al anochecer. En Fruitlands estaban interdictos la leche, la manteca y los huevos, así como la lana, el café, el té, el azúcar, la melaza y el arroz. Los amigos más cercanos de los Alcott, que les daban refugio cuando no tenían dónde vivir y hasta les regalaban dinero (escondido entre almohadones o libros para no ofenderlos), fueron los mismos que condujeron el féretro de la joven Elizabeth (la Beth de Mujercitas) cuando murió: los escritores Nathaniel Hawthorne, Henry David Thoreau y Ralph W. Emerson.
Hacia 1867 Louise llevaba una vida independiente, vivía sola en un departamento en Boston y escribía unos thrillers y relatos góticos bastante inmorales, que vendía a razón de cinco dólares la historia y bajo seudónimo a los periódicos bostonianos. Por entonces, confesó a su diario, en un gesto completamente inapropiado para su época, que “llevaba un espíritu de muchacho bajo mi delantal de costura”, gesto que mantuvo durante toda su vida. Nunca se casó y sostuvo económicamente a la familia con su trabajo mientras escribía artículos sobre la dicha y la alegría de la vida de soltera. “La libertad es el mejor marido”, escribió.
En septiembre de 1867 el editor Thomas Niles, de Roberts Brothers, pidió a Louisa que escribiera un libro para niñas. “Nunca me gustaron las niñas. De hecho, nunca conocí a muchas, excepto a mis hermanas”, escribió ella, mientras accedía de mala gana al encargo. En principio lo llamó, como llamaba sardónicamente a los Alcott, “La familia patética”.
Al recibir los primeros doce capítulos, Niles opinó que “eran muy aburridos”. Ella estuvo de acuerdo pero siguió escribiendo. Su familia, como de costumbre, pasaba graves apuros financieros, aunque ya estaba instalada en Orchard House, una casa que obtuvo merced a la indirecta ayuda de Emerson. De modo que Louise llegó a las cuatrocientas páginas.
Después de entregar los originales, dijo que Mujercitas había sido escrito a las apuradas y por encargo, y que dudaba que tuviera éxito. Un mes después, para fines de octubre de 1868, la primera tirada de dos mil ejemplares estaba agotada, las cartas de lectoras inundaban la oficina del editor y la imprenta trabajaba a toda máquina en una nueva tirada. Presionado por las lectoras, que pedían a gritos que Jo se casara con Laurie, Niles encargó a Louisa una segunda parte.
Louisa se rebeló: esa es “una manera muy estúpida” de terminar el libro, dijo entonces. Pero necesitaba el dinero y trabajó todo el mes, casi sin comer y dormir. Escribía un capítulo por día, abducida por la escritura. (“Cuando los editores se aferran una vez de un cuerpo, lo hacen trabajar como un ‘negro mulato esclavo’ todo el día, todos los días y nunca se satisfacen”). Con treinta y cinco años y afirmada por el éxito de la primera entrega, se resistió a la imposición del editor: “No voy casar a Jo para complacer a nadie”.
Las lectoras amaban a Laurie, el vecino huérfano que practicaba el voyeurismo tras los cortinados de su solitaria mansión. Laurie, muy lejos del arquetipo de varón de la época, soporta tanto las burlas de sus compañeros de colegio, que lo llaman “Dora” por su aversión a los deportes rudos, como los caprichos de las chicas March, que lo adoptan para travestirlo y domesticarlo. Por su parte, Jo tira bolas de nieve, silba, corre, se corta el pelo y maldice al grito de ¡Cristóbal Colón! “Pobre Jo, te tienes que tratar de conformar poniéndote un nombre de varón y ser el hermano de todas nosotras”, se compadece Beth, su confidente. Laurie es el chico que Jo quiere ser y encarna, en espejo invertido, su propia inconformidad de género.
En 1868 Louise se unió a la Asociación por el Sufragio Femenino de Nueva Inglaterra y fue la primera mujer de Concord que se registró para votar; actuaba representando papeles masculinos en obras teatrales de beneficencia y escribía cartas a los periódicos clamando por los derechos de la mujer, cosa que ya había hecho Jo en la cuarta entrega de la serie (“Enarbolad la bandera de la igualdad, mujeres! ¡Luchad por vuestros derechos y contad con mi leal colaboración!” (Los muchachos de Jo). A los cuarenta años, luego de rechazar una oferta de matrimonio, confesó en sus cartas la admiración que sentía por la Dra. W., su “amiga de los días lluviosos”, una médica de los círculos feministas de Boston.
Con motivo del aniversario ciento cincuenta de la primera edición de Mujercitas en 1868, además del estreno de dos películas estadounidenses, la editorial local Ampersand acaba de publicar la traducción de El legado de Mujercitas, un ensayo de Anne Boyd Rioux. El libro de Rioux pasa revista a las sucesivas ediciones y adaptaciones de la obra y, sobre todo, a los modos en que la novela puede ser leída hoy.
Apoyado en los estudios de género, El legado de Mujercitas propone leer la saga como una novela de formación: Mujercitas como construcción del género. Rioux sugiere, además, una inversión fundante: al colocar a las chicas en el centro de la escena, en la medida en que ellas poseen una iridiscencia propia su posición es monopólica; los pocos personajes masculinos se limitan a orbitar a su alrededor. El señor March, John Brook, el profesor Baher y hasta Laurie devienen en héroes evanescentes o, en palabras de Rioux, “castrados”.
Aun así, la formación no se detiene en Jo: también Laurie debe amasar una masculinidad forzada por los deseos de su abuelo Lawrence (abandona su pasión, la música, para dedicarse a los negocios familiares). Consintiendo en su papel subalterno en este sistema, los lectores varones contemporáneos confiesan que leyeron Mujercitas bajo las mantas, tan a escondidas como si consumieran material sexual ilícito.
Ciento cincuenta años después, Mujercitas sigue creando problemas al feminismo, dice Rioux. Tras su puritanismo extremo, la obra de Alcott se alza como un panfleto militante en la medida en que la protagonista, no tanto un varón encerrado en un cuerpo de mujer como una mujer apresada en un medio asfixiante, reveló un mundo al que muchas jóvenes aspiraban a elevarse.
El personaje de Jo March fue venerado por Simone de Beauvoir, Úrsula Le Guin y J. K. Rowling, por Patti Smith y muchas otras niñas que necesitaban de manuales para atravesar la pubertad, una pedagogía dictada, paradójicamente, por una chica que deseaba ser un chico. Novela de iniciación, para Mujercitas la feminidad no se otorga, se erige ladrillo sobre ladrillo. Desde la posición de Jo, Mujercitas es tanto una disputa a muerte con el género que le fue adscripto al nacer como con el conservadurismo de la familia March.
Rioux da cuenta de los reproches políticos a Louisa por haber accedido a los pedidos de su editor (casar a las tres heroínas, una vez tanatizada Beth), particularmente por haber casado a Jo, movimiento que de un solo golpe de efecto traiciona (se habla en términos de traición) sus proclamas anticonservadoras y sobre todo los alegatos en favor de la soltería. Pero es preciso situar a Jo March y a Louisa May Alcott como hijas de su tiempo y de su esfera, el cenáculo trascendentalista de Boston. Interpretarlas fuera de contexto no haría más que cristalizar y opacar sus figuras, ya que, en tanto escuela de urbanidad sobre cómo construirse mujer, Mujercitas fue escrito en clave; leerlo de manera lineal restringiría sus significados.
El aullido de horror de las lectoras cuando Jo corta su cabellera para venderla (“tu única belleza, Jo”), en un acto sacrificial para socorrer a su padre, podría confundirse con un canto de triunfo: el corte oficia de rito de iniciación a la transformación.
El corte de pelo de Jo, su vestido quemado, el incendio de muñecas, los bucles carbonizados de Meg, el guante perdido, son todos motivos dramáticos que Alcott manipula con maneras encantadoras para agitar la tensión entre los géneros que aviva y da sentido a Mujercitas a través de los tiempos.
(Laura Ramos, Revista Ñ, Clarín, 12/10/18)