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Ansiedad ante las nuevas y misteriosas formas de control. Conflictos en la ficción

Obras recientes narran nuevas dinámicas oficinescas, donde los algoritmos miden la productividad de un modo ininteligible

Tiempos modernos y la serie Mad men forman parte de la arquitectura narrativa propia de principios y mediados del siglo XX
Muchas han sido las maneras de representar el imaginario del trabajo en los últimos cien años. Desde la imagen más sombría de las oscuras y tristes fábricas a comienzos del siglo XX hasta las informales oficinas actuales; espacios que en muchos casos pueden confundirse con modernos livings de casas particulares. Tal vez, en este pasaje de la oscuridad a la luz –por lo menos respecto a los espacios físicos– haya sido Tiempos modernos. La recordada película de Charles Chaplin, mostró en detalle las formas de control y disciplinamiento del cuerpo del obrero sometido a un sistema de producción en serie, para la economía del tiempo y de la fuerza de trabajo, mientras es controlado por el ojo del capataz desde su privilegiado espacio panóptico. Se sabe que, a esta línea de montaje, Henry Ford le incorpora elementos menos tangibles. El otorgamiento de beneficios, aumento de salarios, jerarquización de las tareas, y otros incentivos, comienzan a forjar una relación mucho más afectiva y simbólica entre empleado y empleador. El ojo avizor comienza a volverse imperceptible pero justamente por eso, mucho más eficaz. La segunda mitad del siglo XX cambia la oscura escenografía por una mucho más luminosa, abre ventanas, demuele paredes, levanta boxes y transforma el espacio del trabajo en algo mucho más atractivo y respirable.

Es probable que sea Mad Men, la serie ambientada en la década del 60 en EE.UU., la que mejor represente el pasaje a esta nueva simbología. Sin embargo, esto es apenas el comienzo de un proceso mucho más complejo y menos perceptible: aquel que fue borrando los límites entre el mundo del trabajo y el del ocio. Si, a fines del siglo XX, Gilles Deleuze notaba en Posdata a las sociedades de control que los dispositivos de control sobre los trabajadores se volvían cada vez menos perceptibles y por eso mismo, más efectivos, es en nuestro siglo, donde el avance tecnológico sobre los cuerpos concreta, y con creces, el sueño del capitalismo tardío. Un sueño que tiende a borrar, de manera definitiva, los límites entre el espacio privado y espacio laboral. La aparición del blackberry, el primer smartphone, hace apenas diez años, terminó de sellar el contrato. Donde antes hubo empleados ocupando sillas, pasó a haber “colaboradores” virtuales, que entregaron su tiempo disponible, prometiendo conexión constante, a cambio de un cierto status y reconocimiento simbólico. El nuevo panóptico se convirtió en un grillete electrónico, pero paradójicamente, también, en la llave de acceso a un espacio supuestamente más exclusivo y confortable. El viento de cola de esta paradoja trajo un malestar intrínseco. Richard Sennett lo había identificado unos años antes, aunque sin incorporar a los dispositivos electrónicos de control, en La corrosión del carácter. El libro, que llevó como subtítulo “Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo” no hacía más que preguntarse por los efectos de este malestar. Al fin y al cabo, ¿cómo sobrevivir en un espacio que en apariencia no exige presencia física mientras controla y registra cada acto de nuestras vidas? La corrosión se da justo en el punto de encuentro entre la supuesta libertad ilimitada de acción y el registro electrónico (subrepticio e invisible, pero constante) de sus acciones ¿Puede representarse ese malestar? O, mejor dicho, si Tiempos modernos y Mad men forman parte de la arquitectura narrativa propia de principios y mediados del siglo XX ¿cómo se representa una escena sostenida en el malestar contemporáneo? Mejor aún, ¿cómo se convive con la certeza de vivir en la paradoja y, aun así, formar parte del mercado laboral?

“La libertad en el mundo laboral no existe, sólo basta cierta inteligencia de quienes saben corromperse cuando se quiere y es conveniente”, afirma el personaje principal de Workaholic primera novela de Natalia Gauna, editada por Milena Caserola. La protagonista, una joven y cínica empleada administrativa de una clínica, narra las estrategias de supervivencia de cada una de las oficinas, pero especialmente las formas en las que se acepta, o no, el contrato laboral, que es también uno social. La historia despliega un decálogo de reglas explícitas e implícitas acerca de los modos de permanecer en el espacio laboral. Pero, en algún momento se advierte que todos los que componen este espacio, hacen una especie de coreografía simulada, un “como si” que no solo les garantiza un sueldo a fin de mes, sino que les asegura un lugar de reconocimiento, incluso uno que no buscan, un número en la pantalla, un espacio con nombre. Una simulación y un acuerdo colectivo que avala la pertenencia. Esta misma necesidad es la columna vertebral de La convención de Débora Mundani, recientemente editada por Corregidor. La historia, que transcurre en el 2008, cuenta, como la novela de Gauna, desde la perspectiva de una empleada de un banco, el andamiaje simbólico que se construye detrás de la estructura financiera. En este sentido, el año no es un dato menor, porque muestra con la rigurosidad de un documental, las formas en las que el discurso corporativo comenzó a adquirir forma junto con las nuevas tecnologías de medición y control. Al blackberry antes mencionado se le adosan una serie de dispositivos, actividades, capacitaciones, juegos de guerra al aire libre, que van horadando la voluntad de los empleados, sin importar la jerarquía. Mundani detecta el malestar que provoca saberse evaluado de manera constante y entonces decide poner en jaque la estructura completa. En La convención lo que se termina rebelando no es ni más ni menos que el cuerpo confortablemente dispuesto. En esa misma línea, pero con el acento puesto en el algoritmo como control, Cinta negra del mexicano Eduardo Rabasa explora los límites del disciplinamiento tecnológico. La novela, editada por Ediciones Godot, cuenta los avatares de un alto ejecutivo que hará lo imposible por conseguir el galardón mayor: la cinta negra. Evaluado de manera constante por una pizarra electrónica que sube o baja posiciones según el secreto criterio de un algoritmo sin sujeto, cada uno de los postulantes, hará lo imposible por encabezar la tabla de posiciones. Después de todo, si hay algo que deja en claro la novela es que lo importante, y lo que de verdad eleva la productividad de la empresa, es que se compita. Mientras más se convence el colaborador de que está haciendo algo por él mismo, más se beneficia la empresa. En un punto, si en el siglo pasado, la capacidad de imaginar las representaciones alrededor del trabajo se centraba en la menor o mayor visibilidad, junto con un aparente relajamiento de los sistemas de control, lo que estas novelas muestran en mayor o menor medida, es que, en el mundo actual del trabajo, no solo los controles son horizontales, sino que su índice de efectividad reside, también en su irracionalidad, y en su falta de criterio, o por lo menos en el desconocimiento de la mayoría. Después de todo, en la historia de la literatura no podemos olvidar al pobre escribiente Bartleby de Herman Melville, que en su afán por preferir no hacer las cosas demandadas por su paciente jefe, cumplió con su voluntad hasta el final de sus días. Algo de lo que ninguno de nosotros podrá jactarse en la hora final.

(Ingrid Sarchman, Revista Ñ, Clarín)

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